Era la madrugada del viernes 14 de Nisán. Jerusalén dormía, oliendo a sangre de cordero, borracha de vino y de fiesta. Nosotros también dormíamos, desparramados entre los olivos de Getsemaní, soñando con viajar lo antes posible a Galilea y escondernos allá, en nuestra provincia. Sólo Jesús se mantenía despierto. Con la cabeza baja, hundida entre sus manos callosas, veía pasar las horas y rezaba.