El día de Pentecostés, todos los del grupo, mujeres y hombres, se deciden a salir a las calles y anunciar la buena noticia del Reino.
Cuando llegó el día de Pentecostés, Jerusalén se vio inundada de miles de peregrinos que venían con gavillas en los brazos a ofrecer las primicias del trigo y de la cebada en el Templo del Dios de Israel y a celebrar, como todos los veranos, la fiesta de la cosecha nueva. Por las calles de la ciudad de David, se apretujaban hombres y camellos, caravanas enteras de paisanos llegados de Judea y de Galilea, forasteros venidos de todas las provincias del imperio: partos, medos y elamitas, gentes de Mesopotamia y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia, de Panfilia y hasta del lejano Egipto y de las colonias libias que están más allá de Cirene. Griegos y romanos, árabes y cretenses, judíos y paganos, todos subían a Jerusalén y hacían resonar dentro de sus muros las voces y las canciones de mil lenguas diferentes. Aquel día, a primera hora de la mañana, mientras conversábamos en la planta alta de su casa, llegó Marcos, el amigo de Pedro, casi sin resuello.