Aranceles. Una de las palabras preferidas de Donald Trump. La utiliza como advertencia, como amenaza y como arma negociadora. No son otra cosa que impuestos que se pagan al gobierno que los establece, pero que las empresas que importan las mercaderías los trasladan a los consumidores.
A diciembre pasado, datos de la Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) señalan que el comercio global de mercancías y servicios alcanzó el gigantesco récord de 33 billones de dólares; de allí la incidencia que tiene el asunto arancelario.
En el estilo que ya le conocemos, Trump anuncia aranceles, luego los suspende y después amenaza con decretarlos nuevamente duplicados o triplicados, según el humor del día. Este decir y desdecirse atiza un ambiente de incertidumbre y avizora una guerra comercial que ya registra implicaciones en las bolsas de valores y el comercio internacional.
Además de aranceles puntuales a China, México, Canadá y la Unión Europea, desde la semana pasada impuso impuestos del 25% al acero y al aluminio, pese a que su país es el mayor importador mundial de ambos metales.
Trump sostiene que con sus aranceles impulsará la manufactura local y protegerá el empleo, reactivando y reconstruyendo la industria manufacturera, que en los últimos 40 años perdió muchos empleos que migraron a países con salarios inferiores. También, asegura, le ayudará a bajar el enorme déficit comercial estadounidense.
¿Cuál podría ser el efecto de cola de esa política arancelaria para una economía abierta, pequeña e interconectada como la nuestra? Para saberlo conversamos con Alexander Mora, exministro de Comercio Exterior y ex embajador ante la OCDE.