Este amor inquebrantable es el amor por el cual el apóstol Pablo pidió en oración que llegáramos a conocer — ¡un amor que puede llenarnos con la plenitud de Dios!

La vida misma es un don. Mis hijos son dones. Sus amigos son dones también. Mi tiempo en la tierra es un don — cada segundo de angustia y cada momento de alegría.

Puede costar dinero, un trabajo, amigos, familia y aun la vida, pero Dios promete acompañarnos al caminar en la senda de Cristo, siendo nosotros mismos transformados para que juntos podamos cambiar al mundo.

Me sentí esperanzada y con nuevas energías, aliviada. Me hallaba donde debía estar y podía descansar en esa verdad que reconforta.

En la conversión del agua en vino, lo mejor del relato no es el milagro en sí, sino lo que señala: la salvación mediante Jesucristo. Y no es preciso caminar kilómetros para llegar a Cristo. Cuando clamamos con fe, él responderá.

El perdonar abre espacio para las cosas buenas —la gracia, el amor y la bondad de Dios— fluyen libremente. Hacerlo es bueno para nosotros y para los que nos rodean.

Aunque el milagro que ella esperaba y por el cual había orado no llegó, me pregunté si había sucedido el milagro de la aceptación y la fe. Su fe en Dios permaneció fuerte aun en estas circunstancias. Más allá de lo que ocurra, Dios no nos deja solos. Muchas veces, ese es el milagro.

Si echamos nuestras raíces en el amor de Cristo, no hay nada que temer porque sabemos que Dios estará con nosotros.

Somos hijos de Dios y el Señor nos ama sin condiciones a pesar de nuestras diferencias. Hemos sido creados maravillosa y admirablemente.

Y aunque no siempre lo vemos obrar, podemos confiar en que nuestras oraciones se elevan ante Dios y que serán respondidas a su manera y a su tiempo, para nuestro bien y para la gloria de Dios.