La Mala de 2020 tiene un significado diferente al de La
Mala de hace quince años. Con los años, la categoría que ha tomado la andaluza
es la de un icono de la música urbana iberoamericana a nivel global; una revolucionaria
empoderada en un panal repleto de abejorros en la que ser mujer en la música
urbana no es que fuese algo “exótico”: era un desafío.
De ahí que La Mala Rodríguez de hoy, esa que se ha tomado
siete años para presentar un nuevo disco, es algo así como la Madonna de
principios de siglo: cuando todo el avispero del pop global se agitaba con la
presencia de nuevas divas como Beyoncé, Britney Spears o Christina Aguilera, la
“matriarca” del pop publicó álbumes como “Music” o “Confessions on a Dance Floor”,
revolucionarios para el pop pero también manuales en donde ella misma parecía
decir: “esta sigo siendo yo tres décadas después”.
El juego de María Rodríguez en “MALA” se antoja con unas
intenciones similares a las de aquella Madonna: La Mala parece mear en las
paredes de la música urbana actual para marcar un territorio que lleva siendo
suyo desde hace veinte años. En tiempos de Rosalía, Bad Gyal, Nita o Nathy
Peluso, la sevillana intenta reclamar un sitio que es a la vez el de un icono
precursor (eso no va a haber nadie que se lo quite) que es capaz de estar a la
altura de las grandes producciones contemporáneas y comerles la tostada a las
nuevas lideresas del género.
Sin embargo, el álbum acaba sonando como un
recopilatorio de algunos de sus hits de baja intensidad del último año (lo
mejorcito son las ya bailadas “Contigo”, junto al rey del dancehall británico
Stylo G; y el reggaetón frenético de “Dame bien”, junto al fenómeno
puertorriqueño Guaynaa); una suerte de amadrinamiento de elegidos de la nueva
escena urbana española (Lola Indigo y Cecilio G, en dos temas algo descafeinados);
y un intento por demostrar la racialidad de su propuesta (en “Superbalada” saca
un quejío algo descompensado). Y en esos tres intentos, se queda a medias.
Sin embargo, lo mejor de “MALA” reside, una vez más,
cuando suena como una narradora empoderada, capaz de jugar con tradiciones
diferentes (“Nuevas drogas” es de los mejores temas suyos de siempre),
capaz de presentar una de las posibles canciones del verano (“Like”) o de jugar
con las cadencias del bolero para firmar una balada urban (“Antes de todo
aquello”). Si hubiera tirado por estos lares, sin mirar tanto a su alrededor,
hubiera vuelto a hacer pleno. Y se ha quedado en un álbum que aspira a
notable pero se queda en un bien. Que no es poco, vaya.
Alan Queipo