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(Antevíspera de la maratón masculina de los Juegos Olímpicos)
Nunca ha habido en la historia una carrera como lo fue aquella. Partió el 30 de agosto de 1904 a las tres de la tarde, la hora más calurosa del día, con una temperatura de 32 grados centígrados que azotó sin piedad a los 32 corredores que participaron. Adelante iba un grupo de hombres a caballo escoltando a los entrenadores, periodistas, jueces y policías que iban en una pequeña caravana de automóviles que no dejaban de levantar polvo debido a lo secas que estaban las carreteras destapadas. Y para colmo de males, había un solo punto de avituallamiento con agua disponible en todo el recorrido: un pozo al costado de la carretera en la marca de los 20 kilómetros de los 40 en total.
A los 16 kilómetros, uno de los corredores comenzó a vomitar y tuvo que abandonar. Otro corredor, que inicialmente iba a la cabeza, tragó tanto polvo que sufrió una hemorragia estomacal casi fatal. Sólo 14 de los 32 terminaron la carrera.
El primero de los 14 en cruzar la línea de meta fue el estadounidense Frederick Lorz. Alice Roosevelt, hija de su presidente Teodoro Roosevelt, le colocó una corona de laurel, pero al rato el presunto ganador confesó que a los 14 kilómetros había comenzado a sufrir calambres y se había subido a un automóvil en el que había recorrido los 18 kilómetros siguientes antes de saltar del vehículo y correr hasta la meta. Lo había hecho como una broma —insistió—, sin ninguna intención de mantener la farsa.
¡No faltaba más!, ¿verdad? Bueno, también sucedió que en esa maratón de los Juegos Olímpicos de San Luis, Misuri, celebrados en los Estados Unidos de América, el dudoso ganador fue Thomas Hicks, a quien sus entrenadores, al verlo flojo, le dieron claras de huevo con estricnina —¡la misma que se usa como veneno para ratas, que casi acaba con él]!—, y luego lo llevaron hasta la línea de meta, ayudándolo a mover las piernas y desplazarse. Hicks no sólo marcó el tiempo más lento de la historia de las maratones olímpicas, sino que llegó a ser el primer atleta olímpico en usar sustancias destinadas para mejorar el rendimiento.
Y finalmente, por si todo eso fuera poco, al corredor que acabó noveno lo persiguió una manada de perros salvajes durante un kilómetro y medio, y al atleta cubano Félix Carvajal —¡que corrió con zapatos de vestir!— el hambre lo hizo detenerse en un huerto para comer unas manzanas que resultaron podridas y le produjeron calambres de estómago que lo obligaron a acostarse en el costado de la carretera, donde tomó una siesta, ¡y después de todo terminó en cuarto lugar!1
De modo que cuando pensemos que estamos pasando un mal día, bien pudiera servirnos comparar nuestros contratiempos con los de los corredores olímpicos aquel azaroso día maratónico, y recordar que Dios nuestro Señor, Creador de cielo y tierra que «nunca duerme ni se deja rendir por el sueño», está siempre dispuesto a acudir en nuestra ayuda... si se lo pedimos con fe sincera.2
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
www.conciencia.net
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(Antevíspera de la maratón masculina de los Juegos Olímpicos)
Nunca ha habido en la historia una carrera como lo fue aquella. Partió el 30 de agosto de 1904 a las tres de la tarde, la hora más calurosa del día, con una temperatura de 32 grados centígrados que azotó sin piedad a los 32 corredores que participaron. Adelante iba un grupo de hombres a caballo escoltando a los entrenadores, periodistas, jueces y policías que iban en una pequeña caravana de automóviles que no dejaban de levantar polvo debido a lo secas que estaban las carreteras destapadas. Y para colmo de males, había un solo punto de avituallamiento con agua disponible en todo el recorrido: un pozo al costado de la carretera en la marca de los 20 kilómetros de los 40 en total.
A los 16 kilómetros, uno de los corredores comenzó a vomitar y tuvo que abandonar. Otro corredor, que inicialmente iba a la cabeza, tragó tanto polvo que sufrió una hemorragia estomacal casi fatal. Sólo 14 de los 32 terminaron la carrera.
El primero de los 14 en cruzar la línea de meta fue el estadounidense Frederick Lorz. Alice Roosevelt, hija de su presidente Teodoro Roosevelt, le colocó una corona de laurel, pero al rato el presunto ganador confesó que a los 14 kilómetros había comenzado a sufrir calambres y se había subido a un automóvil en el que había recorrido los 18 kilómetros siguientes antes de saltar del vehículo y correr hasta la meta. Lo había hecho como una broma —insistió—, sin ninguna intención de mantener la farsa.
¡No faltaba más!, ¿verdad? Bueno, también sucedió que en esa maratón de los Juegos Olímpicos de San Luis, Misuri, celebrados en los Estados Unidos de América, el dudoso ganador fue Thomas Hicks, a quien sus entrenadores, al verlo flojo, le dieron claras de huevo con estricnina —¡la misma que se usa como veneno para ratas, que casi acaba con él]!—, y luego lo llevaron hasta la línea de meta, ayudándolo a mover las piernas y desplazarse. Hicks no sólo marcó el tiempo más lento de la historia de las maratones olímpicas, sino que llegó a ser el primer atleta olímpico en usar sustancias destinadas para mejorar el rendimiento.
Y finalmente, por si todo eso fuera poco, al corredor que acabó noveno lo persiguió una manada de perros salvajes durante un kilómetro y medio, y al atleta cubano Félix Carvajal —¡que corrió con zapatos de vestir!— el hambre lo hizo detenerse en un huerto para comer unas manzanas que resultaron podridas y le produjeron calambres de estómago que lo obligaron a acostarse en el costado de la carretera, donde tomó una siesta, ¡y después de todo terminó en cuarto lugar!1
De modo que cuando pensemos que estamos pasando un mal día, bien pudiera servirnos comparar nuestros contratiempos con los de los corredores olímpicos aquel azaroso día maratónico, y recordar que Dios nuestro Señor, Creador de cielo y tierra que «nunca duerme ni se deja rendir por el sueño», está siempre dispuesto a acudir en nuestra ayuda... si se lo pedimos con fe sincera.2
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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