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Había una vez un conejito que se llamaba Blanquito. Era muy
alegre y gordito tanto que a veces parecía una gran bola de
algodón. Lo que más le gustaba era correr y saltar por un
jardín que estaba cerca de su casa. Allí había muchos árboles,
todos iguales. Don Blanco, el papá conejo, le había dicho que
esos árboles eran olivos y por eso todos conocían aquel lugar
como el Huerto de los Olivos.
Un día que salió a correr por el campo llegó hasta aquel huerto
que le pareció muy lindo. Empezó a recorrerlo y se encontró
de pronto con un hombre joven que estaba sentado bajo un
olivo. Blanquito se detuvo en silencio porque le pareció que
ese hombre estaba hablando con alguien. Miró a todos lados
y no vio a nadie. Sin embargo escuchó que el hombre decía:
-Gracias, Padre mío.
Entonces se acercó y con un poco de miedo de que se enojara,
le preguntó:
-¿Dónde está tu papá? Yo no lo veo por ninguna parte.
-Está en el cielo. Tú no lo ves, pero Él sí te ve y te quiere mucho,
y sabe que te llamas Blanquito.
Blanquito se quedó sin palabras. Pasó un rato y se atrevió a
decir:
-Oye, Jesús, ¿estás seguro de que tu padre me ve? ¿Puedo
hablar con Él?
-Siempre puedes hablar con Él. Háblale ahora. Dile o pídele lo
que tú quieras.
-Oye, Dios. Te quiero pedir que ayudes a Jesús porque lo veo
muy triste y dice que se va a morir en una cruz. Por favor,
haz que no muera... -y volviéndose hacia Jesús le preguntó-:
¿Tú crees que me escuchó?
-Puedes estar seguro que sí y también está muy contento de
oír lo que le has pedido. Pero hay cosas que tienen que suceder.
Jesús lo consoló y le explicó que Él iba a resucitar a los tres
días, y que entonces habría una gran fiesta en el cielo porque
por fin se nos abrirían las puertas de ese cielo y que todos
teníamos que celebrar esta fiesta. Y después le dijo:
-Tú también vas a celebrar y vas a llevar alegría a muchos niños.
El conejito quedó más tranquilo al enterarse de que Jesús iba
a resucitar tres días después. Pero, ¿cómo sabría cuánto eran
tres días, si nunca había aprendido a contar? Volvió a ponerse
triste. Y Jesús le explicó:
-Lo que tienes que hacer es tocarte una oreja el primer día
apenas despiertes, el segundo día te tocas la otra y el tercero,
tocas tu colita; al hacerlo sabrás que yo he resucitado.
Con esto Blanquito volvió más tranquilo a su casa.
Al día siguiente el conejito se tocó su primera oreja. Estuvo
todo el día pendiente de ser un buen conejo, pensó que así
acompañaría a su amigo Jesús, que era tan bueno.
En cuanto despertó el segundo día se tocó su otra oreja y
pasó todo el día intentando ayudar a su mamá; ordenó lo
que habían desordenado sus hermanos, se comió toda la
comida, sin decir “esto no me gusta”, jugó con Blanquín, su
hermano chico...
Apenas salió el sol el tercer día, el conejito se tocó su cola y
se fue saltando a avisar a todos que Jesús había resucitado.
De pronto se dio cuenta de que mientras él avanzaba iba dejando
a su paso muchos huevos de chocolate envueltos en brillantes
papeles de colores. Todos los niños del lugar corrían juntando
huevitos y comiendo felices. Muy contento Blanquito recordó
que Jesús le había dicho que él, que era solo un pequeño conejo,
les llevaría alegría a muchos niños. Pero lo que más lo hizo feliz,
fue pensar en la gran fiesta que había en el cielo y en que
¡por fin las puertas de ese cielo donde vivía Dios Padre estaban
abiertas para todos!
Blanquito comprendió que una fiesta tan maravillosa tenía