“Yo no soy artista, yo soy un movimiento”, dice
Villano Antillano en el tema con el que arranca el disco, ‘Precaución, esta
canción es un hechizo’, toda una declaración de intenciones. Y es que la
artista de Puerto Rico se ha convertido en bandera de un universo que
trasciende la música, el de las minorías invisibilizadas desde el colectivo
LGTBIQ+. Y lo ha logrado, además, destrozando estereotipos y arrancando
a mordiscos los barrotes de esas jaulas invisibles que durante demasiado
tiempo han impuesto los que aún se aferran a una realidad por suerte ya lejana
donde no había espacio para la diversidad.
Lo que hace singular su proyecto no es sólo desde dónde
viene -el circuito sobrado de testosterona del trap latino boricua- sino las
herramientas que usa para alzar su voz. Su música no es tanto sobre
celebración como de confrontación y disputa; su hedonismo es, si acaso, el de
Arca siempre desde lo experimental y radical. A Villano Antillano le da
grima lo convencional, pervierte las ideas preconcebidas que se esperan de
ella, y es capaz de sorprender con un rap agresivo, ingenioso y
despiadadamente provocador.
Más que al reggaetón le
tira al drill, ese sonido de la juventud que se sabe sin futuro,
cortante y violento como una ráfaga de ametralladora. Su envoltura es la
oscuridad y la violencia, las atmósferas que ella ha habitado desde la
marginalidad para irrumpir en la efervescente escena de la música urbana en
español, que desde hace al menos cinco años es el sonido global de moda.
Llevando un paso de gigante más allá la demolición de las
viejas ideas emprendidas desde el corazón mismo del sistema por iconos de este
nuevo pop como Bad
Bunny, con un instinto voraz para crear canciones memorables y
pegadizas, Villano Antillano es la pesadilla de algunos retrógrados que aún
pululan por la industria cultural y, al mismo tiempo, encarna la esperanza de
muchos más.
José Fajardo