El hijo pródigo llegó a casa con las manos vacías. No tenía trofeos que mostrar a su padre, ni logros con los que ganarse su alabanza, su bienvenida y su amor. Él fue un fracaso. Peor aún, era un pecador. Se merecía ser castigado y lo sabía. Sin embargo, el castigo era lo último que necesitaba. Castigarlo sería como echar agua sobre un fuego agonizante. ¿Qué sucedió? Cuando el padre vio a su hijo perdido que venía hacia él, su corazón se conmovió y al minuto siguiente estaban uno en los brazos del otro. Es una experiencia extraordinaria ser amado en la propia pecaminosidad. Tal amor es como una brisa para un fuego agonizante, o lluvia que cae sobre un suelo reseco. Aquellos que han experimentado este tipo de amor, saben algo sobre el corazón de Dios.