Roma nunca conoció un emperador más demente, más sanguinario, más perverso que Cayo Julio César Augusto Germánico, mejor conocido como Calígula. Su reinado comenzó con la promesa de un líder justo y carismático, pero pronto se convirtió en un desfile de sangre, excesos y terror que ni los dioses del Olimpo pudieron contener. En su locura, se creyó un dios, y en su delirio, transformó la capital del mundo en un campo de tortura y horror sin precedentes. Calígula fue el producto de un imperio corrupto y despiadado. Desde su infancia, vio la traición y la muerte de cerca: su padre Germánico fue envenenado por órdenes del emperador Tiberio; su madre Agripina fue condenada al exilio, donde murió de hambre; sus hermanos fueron ejecutados brutalmente. Él, el único sobreviviente, creció en la isla de Capri, donde el viejo emperador Tiberio lo educó en el arte del poder... y en las más abominables perversiones. Allí, en las sombras de los palacios donde reinaba la depravación, aprendió que la compasión era una debilidad y que la sangre era la única moneda real en Roma.