Transcripción:
Qué es la verdad y donde encontrarla? Cómo usar su coqueto brillo para navegar las oscuras olas de la realidad y la incerteza?
Hoy día en Lecturas del Bosque quiero hablares de El Capitán de Ultramar, una novela de Jorge Amado, que a mi parecer se trata principalmente sobre eso. Es una de mis historias favoritas de todos los tiempos, porque cada vez que la leo me devuelve, al menos por un momento, la capacidad de ver lo extraordinaria que es la vida, la vida común, la de todos los días, me presta la capacidad de apreciar, incluso en la más monótonas de las existencias, la belleza y la poesía de como se van dando las cosas. De admirar la suma de infinitas casualidades y mentiras de las que está hecha la vida cotidiana de cualquier persona. Y la certeza de saber que en el fondo de toda esa maraña de miserias, se esconde, desnuda, la verdad.
Me encantan los libros de Jorge Amado, porque en ellos la vida es total. Aparece, ineludible, en todo su esplendor, en la lealtad de los amigos, en el sueño de la mujer imposible, en la redención de los sueños cumplidos, en las fortunas familiares perdidas, en el ardiente pecado de los placeres terrenales, en la picardía y el engaño, en la mezquindad y la avaricia, en los chismes y en la envidia, en los más superfluos y banales de los deseos y manías, en el perjurio de la traición, en las noches de juerga y en las de desconsolado desvelo, incluso en la crueldad, en el odio y la venganza, o en las más terribles de las situaciones, ya sea en la desesperada soledad o en la cruda lucha por la subsistencia. Aparece la vida. Implacable. Terrible. Cruel. Injusta. Triste. Brutal. Pero nunca gris. Llena de héroes cotidianos, que la enfrentan con las mismas modestas armas con las que despertamos nosotros todos los días antes de ir a trabajar.
El comandante Vasco Moscoso de Aragón, capitán de Ultramar, es uno de estos héroes cotidianos. En su caso, el comandante usa la verdad como principal arma para enfrentarse a semejante totalidad, usa la más verdadera verdad, esa que es capaz de sutiles metamorfosis para adaptarse a las más urgentes necesidades de los laberíntico e indescifrables caminos del recuerdo y del porvenir. Porque después de todo, como dijo García Marquez, La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda, y cómo la recuerda para contarla.
En el caso de la discutida vida del Capitán, en el libro aparecen dos versiones, narradas por un encantador poeta de barrio, que entre capítulo y capítulo nos cuenta, con elocuencia e ironía, como va aprendiendo, también él, a desvelar los secretos poderes de la verdad.
Una de las versiones, la de Chico Pachecho, inspector de hacienda jubilado, respaldada con fechas, testigos y documentos, y la otra versión, la del mismísimo capitán, respaldada por la experiencia y los recuerdos, se enfrentan en encarnizada lucha por ganar los corazones y la credibilidad de los habitantes de Periperi.
El otrora pacífico suburbio bahiano a horillas del mar, de pronto se ve envuelto en una terrible guerra fría por el control de la verdad sobre las discutidas aventuras del comandante. El pueblo queda dividido. Los bancos en la estación del tren que tienen vista al mar son para los seguidores del comandante, los que miran tierra adentro para los que creen en Chico Pachecho, la playa para los del Capitán, la plaza central para los del Inspector de Hacienda, amistades de la vida entera destruidas de repente, discusiones campales entre jubilados, amenazas de muerte con cuchillos, tensión en las calles día a día.
Al final, cada lector puede elegir, usando su sacrosanto libre albedrío, dónde buscar la verdad, en cual de las versiones creer. Y después del final, al cerrar el libro, cada uno tendrá que ver cómo navegar por sus propias y temibles tempestades.
Jorge Amado nos guiña un ojo y nos deja la siguiente reflexión:
(...)Díganme, al fin y al cabo, los señores, con sus luces y su experiencia: ¿dónde está la verdad, la absoluta verdad?(...)¿Está la verdad en eso que sucede todos los días, en los acontecimientos cotidianos, en la mezquindad de la vida de la inmensa mayoría de los hombres, o reside la verdad en el sueño que nos es dado para huir de nuestra triste condición? ¿Cómo se elevó el hombre en su caminata por el mundo: a través del día a día de miserias y vulgaridades, o por el libre sueño sin fronteras ni limitaciones? ¿Quién llevó a Vasco da Gama y a Colón al puente de sus carabelas? ¿Quién dirige las manos de los sabios que mueven las palancas de ese juego de los sputniks, creando nuevas estrellas y una nueva luna en el cielo de este suburbio del universo? ¿Dónde esta la verdad? Díganmelo, por favor: ¿en la pequeña realidad de cada uno o en el inmenso sueño del hombre? ¿Quién la conduce por el mundo afuera, iluminando el camino del hombre? ¿El Meritísimo juez o el paupérrimo poeta? ¿Chico Pacheco, con su integridad, o el comandante Vasco Moscoso de Aragón, capitán de ultramar?
Déjenme leerles el primer capítulo, para que sientan el ritmo de la historia:
DE CÓMO EL NARRADOR, CON CIERTA EXPERIENCIA ANTERIOR Y AGRADABLE, SE
DISPONE A EXTRAER LA VERDAD DEL FONDO DE UN POZO
Mi intención, mi única intención, pueden estar seguros, es sólo restablecer laverdad. La verdad completa, de tal modo que no quede ninguna duda en torno del comandante Vasco Moscoso de Aragón y de sus extraordinarias aventuras. «La verdad está en el fondo de un pozo», leí una vez, no sé si en un libro o en un artículo periodístico, desde luego, en letras de molde, y, ¿cómo dudar de afirmación impresa? Yo, por lo menos, no acostumbro a discutir, y mucho menos a negar, la verdad de la literatura y el periodismo. Y, por si eso no bastara, varios titulados universitarios me repitieron la frase, no dejando así el menor margen para un error de revisión a fin de retirar la verdad del pozo y colocarla en mejor abrigo: palacio («La verdad está en el palacio real»), regazo («La verdad se esconde en el regazo de las mujeres hermosas»), polo («La verdad ha huido al polo norte») o pueblo («La verdad está en el pueblo»), frases todas ellas, creo yo, menos groseras, más elegantes, que no dejan esa oscura sensación de abandono y frío, inherente a la palabra pozo.
El Meritísimo doctor Siqueira, juez jubilado, respetable y probo ciudadano de calva lustrosa y erudita, me explicó que se trataba de un lugar común, es decir, de cosa tan clara y sabida que llega a convertirse en un proverbio, en un dicho de todos. Con su voz grave, de inapelable sentencia, añadió un detalle curioso: no sólo la verdad está en el fondo de un pozo, sino que allá se encuentra enteramente desnuda, sin ningún velo que le cubra el cuerpo, ni siquiera las partes vergonzosas. En el fondo del pozo y desnuda.
El doctor Alberto Siqueira es la cumbre, el colmo de la cultura en ese suburbio de Periperi donde vivimos. Es él quien pronuncia el discurso el 2 de julio en la Plaza y el 7 de septiembre en el Grupo Escolar, sin hablar de otras fechas menores, y de los brindis de cumpleaños o bautizo. Al juez le debo mucho de lo poco que sé, a esas conversaciones nocturnas en el jardín de su casa; le debo por todo respeto y gratitud.
Cuando él, con la voz solemne y el gesto preciso, esclarece una duda, en aquel momento todo me parece claro y fácil, no me asalta ninguna objeción. Cuando lo dejo, sin embargo, y me pongo a pensar en el asunto, se van la claridad y la evidencia, como, por ejemplo, en ese caso de la verdad. Vuelve todo a ser oscuro y difícil, intento recordar las explicaciones del Meritísimo y no lo consigo. Un verdadero lío. Pero ¿cómo dudar de la palabra de un hombre de tanto saber, con los estantes abarrotados de libros, códigos y tratados? Sin embargo, por más que él me explique que se trata sólo de un proverbio popular, muchas veces me encuentro pensando en ese pozo, profundo y oscuro, desde luego, donde fue la verdad a esconder sus desnudeces dejándonos en la mayor confusión, discutiendo por esto y por lo otro, llevándonos a la ruina, a la desesperación y a la guerra.
Pero el pozo no es realmente un pozo, y el fondo del pozo no es el fondo de un pozo. Según el proverbio, eso significa que la verdad es difícil de revelarse, que su desnudez no se exhibe en la plaza pública al alcance de cualquier mortal. Pero es nuestro deber, el de todos nosotros, buscar la verdad en cada hecho, hundirnos en la oscuridad del pozo hasta encontrar su luz divina.
«Luz divina» es del juez, como todo lo del párrafo anterior. Él es tan culto que habla en tono de discurso, usando palabras bonitas hasta en las charlas familiares con su dignísima esposa doña Ernestina: «la verdad es el faro que ilumina la vida», acostumbra a repetirme el Meritísimo, dedo en ristre, cuando, por la noche, bajo un cielo de incontables estrellas y poca luz eléctrica, conversamos sobre las novedades del mundo y de nuestro suburbio. Doña Ernestina, gordísima, lustrosa de sudor y un tanto así como débil mental, asiente balanceando su cabezota de elefante. Un faro de poderosa luz iluminando a lo lejos, he ahí la verdad del noble juez jubilado.
Tal vez por eso mismo su luz no penetre en los escondrijos más próximos, en los recovecos de las calles, en el oculto recodo de las Tres Borboletas, donde se abriga, en la discreta penumbra de una casita entre árboles, la hermosa y risueña mulata Dondoca, cuyos padres acudieron al Meritísimo cuando Zé Canjiquinha desapareció de la circulación, rumbo al sur.
«Había tumbado a la mulatita», según frase pintoresca del viejo Pedro Torresno, padre afligido, y dejó a la chiquilla allí, sin honra y sin dinero:
—En la miseria, señor juez, en la miseria…
El juez echó un discurso moral, cosa digna de oírse, y prometió providencias. Y, en vista del conmovedor cuadro de la víctima sonriendo entre lágrimas, soltó unos billetes, pues, bajo la pechera almidonada del magistrado late, por difícil que sea creerlo, un bondadoso corazón. Prometió dar orden de busca y detención del «sórdido don Juan», olvidándose, en su entusiasmo por la causa de la virtud ofendida, de su condición de jubilado, sin fiscal ni comisario a sus órdenes. Iba a interesar también en el caso a sus amigos de la ciudad. El «conquistador de vía estrecha» iba a recibir su merecido…
Y fue él mismo, tan consciente es el doctor Siqueira de sus responsabilidades de juez (aunque jubilado), a dar noticia de sus providencias a la familia ofendida y pobre en su distante chabola. Dormía Pedro Torresno aún el aguardiente de la víspera; lavoteaba sus ropas allá al fondo la flaca Eufrasia, madre de la víctima, y ésta cuidaba el fogón. Se abrió una sonrisa en los labios carnosos de Dondoca, tímida pero expresiva, y el juez la miró austero, cogiéndola de la mano:
—Vengo para reñirla…
—Yo no quería. Fue él… —lloriqueó la bella.
—Muy mal hecho —y seguía sujetando el brazo de prietas carnes.
Se deshizo ella en lágrimas arrepentidas, y el juez, para mejor reprenderla y aconsejarla, la sentó en su regazo, le acarició las mejillas, le pellizcó el brazo.
Admirable cuadro: la severidad implacable del recto magistrado temperada por la bondad comprensiva del hombre. Escondió Dondoca el rostro avergonzado en el hombro confortador. Sus labios hacían cosquillas inocentes en el pescuezo ilustre.
Zé Canjiquinha nunca fue encontrado. En compensación, Dondoca quedó, desde aquella afortunada visita, bajo la protección de la justicia, y anda hoy elegante, se ganó la casita de la rinconada de Tres Borboletas y Pedro Torresno dejó definitivamente de trabajar. He ahí una verdad que no ilumina el faro del juez y que me obligó a bucear un poco para encontrarla. Para contar toda la verdad debo añadir que fue agradable, delicioso buceo, pues en el fondo de ese pozo estaba el colchón de lana del lecho de Dondoca, donde ella me cuenta —cuando a eso de las diez de la noche dejo la prosa erudita del Meritísimo y de su voluminosa consorte— divertidas intimidades del preclaro magistrado, desgraciadamente no aptas para letra de molde.
Tengo pues, como puede comprobarse, cierta experiencia en el asunto: no es la primera vez que investigo la verdad. Me siento así, bajo la inspiración del juez —«es nuestro deber, el de todos nosotros, investigar la verdad de cada hecho»—, dispuesto a desenrollar el ovillo de las aventuras del comandante, aclarando de una vez para siempre cuestión tan discutida y complicada. No se trata sólo de los hilos enredados de un ovillo sino de algo mucho más difícil. Constantemente aparecen nudos ciegos, nudos de marinero, cabos sueltos, hilos tronzados, hebras de otro color, cosas acontecidas y cosas imaginadas y, ¿dónde está la verdad de todo ello? En la época en que esto sucedió, hace más de treinta años, en 1929, las aventuras del comandante, y él mismo, eran el centro de la vida del Periperi, dando lugar a ardorosas discusiones, dividiendo a la población, provocando enemistades y rencores, casi una guerra santa. De un lado, los partidarios del comandante, sus admiradores incondicionales; de otro, sus detractores, y al frente de ellos el viejo Chico Pacheco, inspector de Hacienda jubilado, aún hoy memoria recordada entre sonrisas, lengua de víbora, hombre irreverente y escéptico.
A todo, sin embargo, llegaremos con tiempo y paciencia. La búsqueda de la verdad requiere no sólo decisión y carácter, sino también método y buena voluntad. Por ahora estoy aún al borde del pozo buscando la mejor manera de bajar a sus misteriosas profundidades. Y ya sale de su tumba en un remoto cementerio, el viejo Chico Pacheco para embarullarme, para imponer su presencia, para hacerme perder el hilo. Sujeto quisquilloso y metomentodo, con la manía de la evidencia, amigo de exhibirse, su ambición era ser el primero de ese florido burgo suburbano donde todo es suave y manso, hasta el mar, mar de golfo donde jamás se alzan olas furiosas; playa sin oleaje y sin corrientes, vida pacífica y demorada.
Mi deseo, mi único deseo, pueden creerme, es ser objetivo y sereno. Buscar la verdad entre el brío de las polémicas, desenterrarla del pasado, sin tomar partido, arrancando de las más diferentes versiones todos los velos de la fantasía capaces de encubrir, aunque sólo sea en parte, la desnudez de la verdad, aunque ya había tenido ocasión de comprobar en carne propia, o mejor aún, en la carne dorada de Dondoca, que no siempre es más seductora la absoluta desnudez que aquella que se esconde bajo cobertura o tela capaz de ocultar un seno, un trozo de pierna, la curva de la cadera. Pero, digámoslo de una vez, no es para acostarnos con ella en una cama por lo que la buscamos con tanta obstinación y desespero por esos mundos allá afuera.
Así comienza el poeta su encantador relato. Espero que se regalen el tiempo de leer o releer el resto.
Mi nombre es Camilo, y les mando fuerte un abrazo. Hasta la próxima.