Cualquier álbum de una leyenda del rock que se titule “Los
años salvajes” seguramente generaría la asociación automática de que estamos
ante un devocionario de tiempos pasados de excesos, sexo, drogas y rock and
roll. En el caso de Fito Páez, quizás sus años más salvajes creativamente
sean estos.
No debe ser fácil para un artista de su trayectoria, con
algunos de los álbumes en castellano más importantes y fundamentales escritos
nunca (desde “El amor después del amor” o “Circo Beat” a “Tercer Mundo”, “Giros”
o álbumes junto a Luis Alberto Spinetta o Joaquín Sabina; o habiendo
participado de discos fundamentales de Charly García, Fabiana Cantilo, Juan
Carlos Baglietto o Andrés Calamaro; por mencionar solo algunos) seguir adelante
con ganas de seguir escribiendo canciones con esa cuesta arriba.
Pero Fito parece hacerlo fácil. No ha parado nunca de
seguir publicando álbumes con una regularidad pasmosa; siendo absolutamente
consciente de la cantidad de himnos acumulados en su haber, pero también de que
es dueño de un estilo marcado tanto en la manera de edificar canciones como de
interpretarlas.
En los últimos 25 años, después de haber tocado el Olimpo
y compartir terna entre los cuatro o cinco nombres fundamentales del rock
argentino, en Fito Páez parece haber una huida hacia adelante: la búsqueda de
una nueva obra maestra. En todo este tiempo ha publicado discazos
bestiales como “Abre”, “Naturaleza Sangre”, “Rock & Roll Revolution” o “La
Ciudad Liberada”, que aunque no llegue al nivel olímpico de varios de los antes
mencionados, son álbumes de madurez y reencuentro con sus puntos elementales.
A eso parece querer apelar en la trilogía conceptual que
dice iniciar con “Los años salvajes”: unas primeras diez canciones con momentos
en donde parece versionarse fallidamente a sí mismo (“Sin mí en vos” o “Lili
and Drake”) o donde parece darse un caprichito de melómano (“Beer Blues” junto
a Elvis Costello solo interesa por el encuentro entre ambos); pero, donde afortunadamente,
son más los momentos brillantes y donde demuestra no solo que no está oxidado,
sino que sigue siendo capaz de seguir brillando con regularidad.
Especialmente interesantes son los alegatos más rockeros
del disco, como las tres canciones que abren el disco, en
donde se recupera al Fito de “Rock & Roll Yo” o, mirando más atrás, de “Ciudad
de pobres corazones” o “Ey!” en temazos como las positivas “Vamos a lograrlo” y
“Lo mejor de nuestras vidas” o la guerrera “Shut Up”. Pero también brilla
cuando se encuentra canciones como “Caballo de Troya” o “La música de los
sueños de tu juventud”, que bien podrían haber formado parte del repertorio del
mítico electroacústico en directo “Euforia”; o cuando tira de Fabiana Cantilo
en una suerte de suite pop con aires a los Beatles pero de una narración que
recuerda “Al lado del camino” o “El jardín donde vuelan los mares”.
Alan Queipo