Nada puede herirte a no ser que le confieras ese poder. Mas tú confieres poder según las leyes de este mundo interpretan lo que es dar: al dar, pierdes. No obstante, no es a ti a quien corresponde conferir poder a nada. Todo poder es de Dios; Él lo otorga, y el Espíritu Santo, que sabe que al dar no puede sino ganar, lo revive. Él no le confiere poder alguno al pecado, que, por consiguiente, no tiene ninguno; tampoco le confiere poder a sus resultados tal como el mundo los ve: la enfermedad, la muerte, la aflicción y el dolor. Ninguna de estas cosas ha ocurrido porque el Espíritu Santo no las ven ni le otorga poder a su aparente fuente.