Europa, a lo largo de la historia, ha desarrollado una notable obsesión por observar y recopilar información sobre propios y extraños, con sistemas de inteligencia y redes de espionaje que se han entrelazado en múltiples momentos clave de su devenir. Desde la diplomacia veneciana en el Renacimiento, que sentó las bases de la vigilancia organizada, hasta los complejos métodos de vigilancia masiva de la actualidad, el continente ha perfeccionado sus técnicas de espionaje para salvaguardar intereses políticos, económicos y estratégicos. Esta propensión a la vigilancia se ha visto reforzada por la rivalidad histórica entre potencias europeas y la necesidad de proteger secretos en épocas marcadas por conflictos constantes. En la actualidad, la cooperación entre agencias de diferentes países, así como el intercambio de información, siguen alimentando esa inclinación casi “voyeur” por saberlo todo sobre el vecino, actuando bajo la justificación de la seguridad y la prevención de amenazas, pero alimentando, al mismo tiempo, un continuo apetito por la información que confirma la fama del continente como un espectador permanente.
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